Por Gustavo Petro
Hace unos días me encontré en mi casa con un ex general del Ejército. Me contó que de joven había estado al frente de la tarea de perseguirme y capturarme en Zipaquirá.
Me presentó a su esposa y conversamos como viejos conocidos, como ex militares de una guerra añeja, perpetua, que ambos deseamos que se acabe. Nos encontramos como amigos. Él, lleno de "victorias" militares y yo, con mis mismos deseos de joven, quizás también de victorias, si como victoria entendemos el simple hecho de seguir vivos.
Hablando con él, llegamos a la conclusión de que quienes hacen la guerra en Colombia no son en realidad los hombres de uniforme, sino los políticos, los que se apropian del poder y la riqueza.
El exgeneral me trajo un regalo que me hizo estremecer, un obsequio que me deja una herida, un dolorcillo en el corazón, una tristeza, una nostalgia. Me entregó las fotocopias del diario de campaña de “La Chiqui”: Carmenza Cardona Londoño. La jovencita que puso a sus pies al gobierno de Turbay, en la toma de la Embajada Dominicana. La mujer, pequeña de estatura, pero de inmensa valentía, que con su brazo en alto y su capucha nos puso a soñar a muchos, cuando le gritó a toda Colombia, en 1980: ¡Dignidad!
En una agenda de Ecopetrol, Carmenza, quien se hacía llamar Natalia, escribió su día a día. Narró casi cuatro meses de travesía armada por el Chocó, desde el mar donde desembarcó con sus compañeros soñadores, hasta el Alto Andagueda, ya en Risaralda.
Devoré ese diario en menos de dos horas hasta que llegué a la página en blanco que seguía a su última palabra. Ese blanco inmenso en el que más nunca escribirá ella; ese blanco que ya no se llenará de palabras; el blanco de un autor desaparecido, el blanco de las palabras que ya no estarán. Esa página en blanco, al final de su última palabra, estaba llena de su muerte en combate. Ese blanco que me dejó un nudo en la garganta, una impotencia.
Allí en esas páginas, con su clara letra femenina, volví un poco a reencontrarme. Era abril de 1981, yo tenía 21 años cuando eso. Quizás había festejado mi cumpleaños con mi mama, mi padre, y mis hermanos, quizás estaba aún tranquilo soñando revoluciones en Zipaquirá, aun estudiante de economía, mientras ella, a punta de valentía, atravesaba esas selvas espesas y esos ríos caudalosos, soportando la persecución permanente de los helicópteros y la infantería del ejército.
Su diario estaba en su mochila ensangrentada y les permitió saber a quienes la abatieron, su nombre, su gigante significado, el símbolo enorme de aquella que estaba arrojada en la trocha, en medio de aquel inmenso verde esplendoroso que admiró el día anterior, y sobre el cual escribió. Seguro algún mando del ejército guardó ese diario, y seguro alguien le sacó fotocopias. Sin que nadie en Colombia lo supiera, el diario esperó 40 años, mucho más que la edad que alcanzó a tener su autora, antes de llegar a mis manos. Ahora no puedo menos que comprometerme a publicarlo.
Leyendo esas páginas encontré mis propios recuerdos, los bríos que nos acompañaban e impulsaban, esa ingenuidad romántica de pensar que Colombia se podía cambiar, esa ilusión de joven, de mujer, rompiendo el dolor físico, las llagas de sus pies, el dolor de su columna por el peso. Ese trasegar sin quejas día y noche, esos días llenos de lluvias, de marchas, de hambre, persiguiendo como se persigue una estrella, una idea, un sueño.
Las rutinas azarosas de los días pasaron por esas páginas. Los últimos meses de la vida de Carmenza Cardona están allí escritos con doloroso amor. Acababan de celebrar un 19 de abril y en su última página escrita se apreciaba un nivel moral tan alto, un sentimiento de victoria tan sublime, que en cierta forma era también un sentimiento de paz. De haber logrado la proeza de atravesar durante meses las tierras del Chocó para llegar luego a las altas tierras desde donde soñaba con hacer una revolución, hubiera convergido en un torrente enorme de transformación para el país.
Su cuerpo nunca fue entregado. Está enterrado allí en esas tierras de indígenas emberas y, sin embargo, hoy una parte de su vida está entre mis manos. Su diario la resucita, para las mujeres jóvenes de hoy.
Allí en esas páginas hay un hilo conductor. Su paso por caseríos innombrables, lejanos y aislados, llenos de mineros negros y pescadores, de indígenas emberas.
Nos describe Carmenza, la pobreza, el hambre, el abandono. La alegría de esos pueblos al recibir a los hombres y mujeres del M19, el encuentro con la esperanza.
Pueblos negros descendientes de los esclavos que trajeron los españoles a la fuerza y sobre los cuales construyeron un sistema económico y político que aún nos persigue.
Carmenza encontraba en esa pobreza, que a veces se lee insípida en los libros, en las estadísticas, desde las oficinas de los burócratas que gobiernan en Bogotá, el afán de superarla y de vivir. Al dormir allí en los mismos ranchos, al comprar una vaca para darle por primera vez carne a los niños negros, al compartir las escazas medicinas que traía con personas que jamás habían visto un médico, Carmenza se llenaba de ganas de luchar, le encontraba sentido a su existencia.
Pasó cerca de Istmina, por el San Juan, y cruzó el rio Andagueda donde los esperaba una emboscada, combatió dos veces, pero llenó sobre todo sus días, de selva, de lluvias, y del pueblo más pobre de Colombia.
Nunca pensó en desertar o salir corriendo, ni una sola palabra de flaqueza en su diario, nunca un reproche o un resentimiento. A través de su diario se nota que, por esas selvas y esos recónditos parajes de la pobreza colombiana, transitaba una mujer joven llena de amor, transitaba el amor. Porque en lo más inhóspito siempre está el amor.
Carmenza sabía que recorría las tierras de los descendientes de la gente que se había liberado de cadenas, huyendo. Los esclavistas jamás dejaron el poder en Colombia. Se vistieron de virreyes y después de libertadores. Se dieron libertad a sí mismos y luego destruyeron a quienes clamaban por una libertad real para toda la sociedad, hasta que destruyeron el mismo ejercito libertador. Hasta que hicieron de la palabra democracia una burla.
Los esclavistas siguieron gobernando hasta llegar a los tiempos de Carmenza y desde sus privilegios cómodos le lanzaron un ejército para matarla. Ella que se llenaba del aliento de la libertadora de esclavos.
En ese Chocó abandonado, y en el litoral del Valle y del Cauca, y de Nariño, y en los barrios populares de Bogotá, y de Cali, y de Medellín, están los descendientes de estos pueblos emberas y negros que encontraba Carmenza a su paso.
En las décadas que siguieron a la muerte de Carmenza, siguió el desplazamiento del pueblo que abrazaba, siguió la toma mafiosa y paramilitar del territorio, se abalanzó sobre esas tierras el vandalismo de los politiqueros, llegó la minería ilegal que desataron los lavadores de dólares, décadas después. Llegó el destrozo de su territorio, de sus ríos, de sus selvas, la gente salió de allí despavorida e inundó los barrios de pobres de las ciudades.
No lo supo Carmenza, pero de los pueblos pobres que veía, las gentes con las que se abrazaba y bailaba y cantaba, y hablaba de ideas revolucionarias y de un país distinto y justo, tuvieron que salir corriendo con lo poco que tenía, con familias y niños en los brazos, en noches oscuras por ríos miedosos y selvas tupidas, llenos de terror, desplazados por los oscuros gobiernos de los esclavistas.
El pueblo que vio por última vez a Carmenza, nunca sospechó que aquella jovencita en aquellos remotos y húmedos lugares, era la misma que había puesto el mundo a negociar con ella, la misma que había dado órdenes al embajador de los EEUU para que barriera bien la cocina y atendiera con humildad a sus compañeros embajadores, la misma que le había dicho al país que era necesario un Dialogo Nacional para reconstruir la Patria.
La misma que se hizo escuchar del presidente de la república y que había logrado que las primeras páginas de los principales diarios del mundo le sacaran esa, su foto icónica, de mujer bravía gritándole a la humanidad sus verdades.
Ese pueblo que la quería viviendo en esos caseríos y ranchos miserables, terminarían mucho tiempo después de su propia muerte, desplazados, aterrorizados, convertidos en los parias de la tierra, en los parias de siempre, en las víctimas de la injusticia.
Un rio negro y embera saldría de la selva para refugiarse en la gran ciudad, en la Medellín, en la Capital de la República, esperando el abrazo solidario. El que ellos mismo darían si un ciudadano de Medellín, Cali o Bogotá llegase hasta sus tierras, como se lo dieron a Carmenza.
Al acabar de leer el diario, mire mi celular y sus redes. La noticia era la masacre de cinco niños negros en un barrio popular de Cali. Una masacre de niños, como las de los niños bombardeados. 400 niños caídos, bombardeados, miles de niños fusilados, decenas de miles de niños muertos por el hambre y la sed.
Juan Manuel Montaño de15 años, Jair Andrés Cortés de 14 años, Jean Paul Perlaza de 15 años, Leyder Cárdenas de 15 años, Álvaro José Caicedo de 14 años. Todos niños negros, degollados en Llano Verde, cerca de la policía.
Niños degollados ante hombres de machetes ensangrentados que eran miembros de la seguridad de un gran cañaduzal, hombres de negro armados de machete junto a la policía, custodios de una riqueza ajena, la de los antiguos esclavistas, la que monopoliza el uso de la tierra del Valle del Cauca, la que consume la mayor parte de su agua, niños degollados tirados en el cañaduzal donde trabajaron sus padres, sus abuelos sus bisabuelos, sus ascendientes esclavos, esclavos que también eran asesinados en la tierra de los esclavistas.
Una masacre más entre centenares de masacres de Colombia. La masacre del pueblo negro. El genocidio.
Jóvenes a los que, quienes gobiernan el país miran con desdén o ni siquiera miran. A los que les cierran las puertas de la universidad y del buen vivir. A los que persiguen permanentemente bajo el mirar de una policía que aún no entiende que su papel es protegerlos. Jóvenes abandonados por la injusticia social. Hijos descendientes de los esclavos, de los que trajeron a la fuerza para explotar y hacer riqueza para otros.
En esa Cali, donde quedaron condenados al olvido, mientras los apellidos de los esclavistas, después de cinco siglos continúan resplandeciendo en las altas esferas del estado. Descendientes de esclavistas de quienes no solo conservan el apellido, sino la mentalidad del liberticida.
Esos jóvenes eran los que Carmenza abrazaba, 40 atrás. Cuatro décadas han pasado y la misma alevosía, la misma pobreza, la misma violencia.
40 años han pasado desde que Carmenza escribía el dolor y la rabia que le causaba la pobreza de la gente que encontraba en su deambular de Quijote, y hoy el paisaje social, la realidad del pueblo negro e indígena es la misma.
Colombia es injusta. Un solo norteamericano negro muerto por la policía desencadenó la oleada social que está a punto de acabar con un mandato oprobioso: el de Trump. Aquí miles de jovencitos negros han sido asesinados y la respuesta es el silencio. La apatía de una sociedad acostumbrada a la muerte. Un país que normaliza la violencia y la sumisión.
Colombia Humana ganó electoralmente en la misma tierra por donde anduvo Carmenza. Ganamos en San Juan y en Istmina, los emberas nos apoyaron y cobijaron con sus espíritus nuestra candidatura. Por esas selvas, casi de regreso por el camino que tomó Carmenza, se produjo una oleada electoral de cambio. Ella entró con sus armas, nosotros recorrimos sus pasos con la palabra, el celular que nunca conoció, el pueblo desarmado. Quizás ambos vientos, los que la acompañaron a ella, los que nos acompañaron a nosotros casi cuarenta años después, se encontraron, quizás se entrecruzaron en vientos huracanados, quizás se besaron.
Por las poblaciones de todo el litoral pacífico, por los pueblos y veredas que desde la Boca del San Juan hasta el Risaralda votaron en forma tan mayoritaria y contundente por nuestras ideas y programas, es que debemos entender que la Colombia Humana está para generar la esperanza, para generar una nueva libertad, para generar emancipación
Aún millones de personas no han entendido que mientras se masacra a los niños, mientras se masacren a los pueblos, mientras nos olvidemos de la Colombia profunda y abandonada, en la gran Ciudad y en las selvas, no habrá paz.
Carmenza negoció la libertad de decenas de embajadores en una camioneta, ante funcionarios asustados por su juventud y su feminidad digna, pero Carmenza también descubrió que la verdadera paz no llegaría hasta que un dialogo de toda la sociedad permitiría la democracia verdadera y la justicia social, hasta que esos seres humildes y negros que abrazaba con su candor de revolucionaria, no encontraran la Justicia, el cobijo de un estado democrático, la emancipación de ser dueños de su tierra, de sus ríos y de su cielo.
Carmenza en su travesía se encontró con el corazón de Colombia. Hoy sabemos que ese corazón rodea atribulado los hogares de los niños degollados en tierras de los descendientes de los esclavistas. Carmenza allá enterrada en un sitio desconocido en una tierra sorprendentemente verde y Colombia aquí adolorida, saben que el día en que ningún niño sea asesinado, ningún negro, indígena, mujer o trabajador excluido, brillará el comienzo de la historia de un gran país, de una Colombia que merecerá el título de humana.
GUSTAVO PETRO URREGO